"Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar
el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser
como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia
de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su
familia.
Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor por el
concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra
atención.
Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta
pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos
no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer
carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva: es necesario,
ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades.
"Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y
donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le
honrará" (Jn12, 26).
Quien se
fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la
tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida
para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la
vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la
Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes,
pasa siempre por el camino de la
cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.
Las
biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los
designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos
indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega,
"han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han
lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero" (Ap 7,
14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el
Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el
mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la
única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos
de él.
La
santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos,
porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo
(cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el
apóstol san Juan observa: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien
nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra
vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan
grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos
agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una
relación personal y profunda con él.
Por tanto,
cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en
el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo
infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar
implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, "perderse a sí
mismos", y precisamente así nos hace felices".
Homilía Papa Emérito Benedicto XVI en la Festividad de todos los
Santos, año 2006