En este último domingo
del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del
universo, una fiesta de institución relativamente reciente, pero que tiene
profundas raíces bíblicas y teológicas. El título de "rey", referido a Jesús, es
muy importante en los Evangelios y permite dar una lectura completa de su figura
y de su misión de salvación. Se puede observar una progresión al respecto: se
parte de la expresión "rey de Israel" y se llega a la de rey universal, Señor
del cosmos y de la historia; por lo tanto, mucho más allá de las expectativas
del pueblo judío. En el centro de este itinerario de revelación de la realeza de
Jesucristo está, una vez más, el misterio de su muerte y resurrección. Cuando
crucificaron a Jesús, los sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de
él diciendo: "Es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él"
(Mt 27, 42). En realidad, precisamente porque era el Hijo de Dios, Jesús
se entregó libremente a su pasión, y la cruz es el signo paradójico de su
realeza, que consiste en la voluntad de amor de Dios Padre por encima de la
desobediencia del pecado. Precisamente ofreciéndose a sí mismo en el sacrificio
de expiación Jesús se convierte en el Rey del universo, como declarará él mismo
al aparecerse a los Apóstoles después de la resurrección: "Me ha sido dado todo
poder en el cielo y en la tierra." (Mt28, 18).
Pero, ¿en
qué consiste el "poder" de Jesucristo Rey? No es el poder de los reyes y de los
grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del
mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el
bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más
violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa. Este Reino de la
gracia nunca se impone y siempre respeta nuestra libertad. Cristo vino "para dar
testimonio de la verdad" (Jn 18, 37) —como declaró ante Pilato—: quien
acoge su testimonio se pone bajo su "bandera", según la imagen que gustaba a san
Ignacio de Loyola. Por lo tanto, es necesario —esto sí— que cada conciencia
elija: ¿a quién quiero seguir? ¿A Dios o al maligno? ¿La verdad o la mentira?
Elegir a Cristo no garantiza el éxito según los criterios del mundo, pero
asegura la paz y la alegría que sólo él puede dar. Lo demuestra, en todas las
épocas, la experiencia de muchos hombres y mujeres que, en nombre de Cristo, en
nombre de la verdad y de la justicia, han sabido oponerse a los halagos de los
poderes terrenos con sus diversas máscaras, hasta sellar su fidelidad con el
martirio.
Queridos hermanos y hermanas, cuando el ángel Gabriel llevó el anuncio a María, le predijo que su Hijo heredaría el trono de David y reinaría para siempre (cf. Lc 1, 32-33). Y la Virgen santísima creyó antes de darlo al mundo. Sin duda se preguntó qué nuevo tipo de realeza sería la de Jesús, y lo comprendió escuchando sus palabras y sobre todo participando íntimamente en el miserio de su muerte en la cruz y de su resurrección. Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a seguir a Jesús, nuestro Rey, como hizo ella, y dar testimonio de él con toda nuestra existencia.
Benedicto XVI, Plaza de San Pedro,Domingo 22 de noviembre de 2009