Ese
Niño, nacido de la Virgen María en Belén, vino no sólo para el pueblo de
Israel, representado en los pastores de Belén, sino también para toda la
humanidad, representada hoy por los Magos de Oriente. Y precisamente hoy, la
Iglesia nos invita a meditar y rezar sobre los Magos y su camino en busca del
Mesías.
Estos
Magos que vienen de Oriente son los primeros de esa gran procesión de la que
habla el profeta Isaías en la primera lectura (cf. 60,1-6). Una procesión que
desde entonces no se ha interrumpido jamás, y que en todas las épocas reconoce
el mensaje de la estrella y encuentra el Niño que nos muestra la ternura de
Dios. Siempre hay nuevas personas que son iluminadas por la luz de la estrella,
que encuentran el camino y llegan hasta él.
Según
la tradición, los Magos eran hombres sabios, estudiosos de los astros,
escrutadores del cielo, en un contexto cultural y de creencias que atribuía a
las estrellas un significado y un influjo sobre las vicisitudes humanas. Los
Magos representan a los hombres y a las mujeres en busca de Dios en las religiones
y filosofías del mundo entero, una búsqueda que no acaba nunca. Hombres y
mujeres en búsqueda.
Los
Magos nos indican el camino que debemos recorrer en nuestra vida. Ellos
buscaban la Luz verdadera: «Lumen requirunt lumine», dice un himno
litúrgico de la Epifanía, refiriéndose precisamente a la experiencia de los
Magos; «Lumen requirunt lumine». Siguiendo una luz ellos buscan la luz. Iban en busca de Dios. Cuando
vieron el signo de la estrella, lo interpretaron y se pusieron en camino,
hicieron un largo viaje.
El Espíritu Santo es el que los llamó e impulsó a
ponerse en camino, y en este camino tendrá lugar también su encuentro personalcon el Dios verdadero.
En
su camino, los Magos encuentran muchas
dificultades. Cuando llegan a Jerusalén van al palacio del rey, porque
consideran algo natural que el nuevo rey nazca en el palacio real. Allí pierden
de vista la estrella. Cuántas veces se pierde de vista la estrella. Y
encuentran una tentación,
puesta ahí por el diablo, es el engaño de Herodes. El rey Herodes muestra
interés por el niño, pero no para adorarlo, sino para eliminarlo. Herodes es un
hombre de poder, que sólo consigue ver en el otro a un rival. Y en el fondo,
también considera a Dios como un rival, más aún, como el rival más peligroso.
En el palacio los Magos atraviesan un momento de oscuridad, de desolación, que
consiguen superar gracias a la moción del Espíritu Santo, que les habla
mediante las profecías de la Sagrada Escritura. Éstas indican que el Mesías
nacerá en Belén, la ciudad de David.
En
este momento, retoman el camino y vuelven a ver la estrella. El evangelista
apunta que experimentaron una «inmensa alegría» (Mt 2,10), una verdadera consolación.
Llegados a Belén, encontraron «al niño con María, su madre» (Mt 2,11). Después de lo ocurrido en
Jerusalén, ésta será para ellos la
segunda gran tentación: rechazar esta pequeñez. Y sin embargo: «cayendo de
rodillas lo adoraron», ofreciéndole sus dones preciosos y simbólicos. La gracia del Espíritu Santo es la que siempre los ayuda. Esta
gracia que, mediante la estrella, los había llamado y guiado por el camino,
ahora los introduce en el
misterio. Esta estrella que
les ha acompañado durante el camino los introduce en el misterio. Guiados por
el Espíritu, reconocen que los criterios de Dios son muy distintos a los de los
hombres, que Dios no se manifiesta en la potencia de este mundo, sino que nos
habla en la humildad de su amor. El amor de Dios es grande, sí. El amor de Dios
es potente, sí. Pero el amor de Dios es humilde, muy humilde. De ese modo, los
Magos son modelos de conversión a la verdadera fe porque han dado más crédito a
la bondad de Dios que al aparente esplendor del poder.
Y
ahora nos preguntamos: ¿Cuál es el
misterio en el que Dios se esconde? ¿Dónde puedo encontrarlo? Vemos a
nuestro alrededor guerras, explotación de los niños, torturas, tráfico de
armas, trata de personas… Jesús está en todas estas realidades, en todos estos
hermanos y hermanas más pequeños que sufren tales situaciones (cf. Mt 25, 40.45). El pesebre nos
presenta un camino distinto al que anhela la mentalidad mundana. Es el camino
del anonadamiento de Dios,
de esa humildad del amor de Dios que se abaja, se anonada, de su gloria
escondida en el pesebre de Belén, en la cruz del Calvario, en el hermano y en
la hermana que sufren.
Los
Magos han entrado en el
misterio. Han pasado de los cálculos humanos al misterio, y éste es el
camino de su conversión. ¿Y la nuestra? Pidamos al Señor que nos conceda vivir
el mismo camino de conversión que vivieron los Magos. Que nos defienda y nos
libre de las tentaciones que oscurecen la estrella. Que tengamos siempre la
inquietud de preguntarnos, ¿dónde está la estrella?, cuando, en medio de los
engaños mundanos, la hayamos perdido de vista. Que aprendamos a conocer siempre
de nuevo el misterio de Dios, que no nos escandalicemos de la “señal”, de la
indicación, de aquella señal anunciada por los ángeles: «un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12),
y que tengamos la humildad de pedir a la Madre, a nuestra Madre, que nos lo
muestre. Que encontremos el valor de liberarnos de nuestras ilusiones, de
nuestras presunciones, de nuestras “luces”, y que busquemos este valor en la
humildad de la fe y así encontremos la Luz, Lumen,
como han hecho los santos Magos. Que podamos entrar en el misterio. Que así
sea.
Homilía del Papa Francisco, 6 de enero de 2015