Asidos de tu falda, con
los ojos
agrandados de asombro,
con las manos
apretadas de miedos y
de enojos...
¡Abres manos vacías de
tus hijos!
Ojos que alzan del
suelo su vergüenza
para quedar en tu
mirada fijos;
ojos que te confían
nuestros sueños,
manos que aprietan
nuestras esperanzas:
-si somos, ante ti,
niños pequeños-.
Con las manos así, con
la mirada
llena del alba virgen
de tus ojos,
te llamamos: dulcísima
abogada.