Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y
a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante
de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede
dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés,
conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro,
¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra
para Moisés y otra para Elías». No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se
formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo, el
amado; escuchadlo». De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a
Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a
nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los
muertos. Esto se les quedó grabado, y discutían qué quería decir aquello de
resucitar de entre los muertos.
CRISTO, da gusto ver a tus tres amigos en el Tabor. ¡Qué pena verlos dormidos en Getsemaní! Pedro te había prometido que jamás te dejaría, que daría su vida por ti. Y ahí lo tienes dormido. Tú das en el clavo, porque conoces de qué barro nos hiciste: El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil. ¿Me das valor para estar siempre a tu lado? Así seré testigo de las maravillas que hay en tu vida, y oiré la voz del Padre: Este es mi Hijo amado; escuchadlo. Con tu Palabra como guía, y con tu Espíritu como fuerza y motor de mi vida, mi transfiguración en fiel discípulo tuyo está asegurada: es la salvación que tú ofreces por amor, y yo acepto con gratitud.