Dijo Jesús esta
parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y
despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era
fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh, Dios!, te doy gracias, porque no
soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que
tengo". El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a
levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh,
Dios!, ten compasión de este pecador". Os digo que este bajó a su casa
justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido».
SEÑOR, tú ya sabes lo bueno que hago, porque es tu obra, y no tengo que recordártelo como si fuera mío. Lo mío es el mal que hago. Eso sí que tengo que confesarlo humildemente. No hago nada de extraordinario, uniéndome a la humilde oración del publicano: ¡Ten compasión de este pecador! Tu misericordia y tu perdón constituyen mi única tabla de salvación. Eso era tan evidente para algunos cristianos, que decidieron vivirlo y predicarlo a quienes no te conocían en lejanas tierras de misión.