Jesucristo se despide de este mundo, en el momento previo a entregar su vida por la salvación de la humanidad. Y lo hace de una forma muy concreta: haciendo eterna su presencia entre nosotros en la Eucaristía, donde experimentamos, sentimos y nos alimentamos de su presencia real, pues ciertamente Él vive, nos mira, nos habla, nos ama, nos transforma, ya que es Él, su mismo corazón quien palpita en el Santísimo Sacramento. Cada vez que lo celebramos, hacemos memorial de su Sacrificio ofrecido una vez para siempre, y haciéndolo presente actualiza cada día la salvación que Él nos trajo desde la Cruz.
La presencia eterna de Cristo en el mundo nos exige un nuevo planteamiento de vida, y para ello nos da el nuevo mandamiento, que no sustituye ni cambia nada de lo que antes ha enseñado y predicado en Israel, sino que lo sintetiza: el mandamiento del amor, del amor a todos y para todos, que no conoce parangón, pues debe ser reflejo mismo del amor que Dios nos tiene; y qué mejor forma de ilustrar este amor que con el gesto del lavatorio de los pies. Una acción propia en aquel tiempo de los siervos, y que el Redentor del mundo, el Rey de reyes realiza con la mayor sencillez para darnos ejemplo de cómo debemos vivir este amor al que estamos llamados.
La intimidad de esta noche de Jueves Santo puede ser ocasión de pedirle al Señor que nos enseñe a disfrutar de su amor, siendo instrumentos suyos en nuestro mundo.
Que Cristo, presente para siempre entre nosotros, nos ayude a amarle a Él y a todos.
José María Sánchez García
Diácono
