Iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus
discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad,
resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era
viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor,
le dio lástima y le dijo: «No llores». Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo
llevaban se pararon) y dijo: «"¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!». El muerto se incorporó y empezó a hablar, y
Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios,
diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su
pueblo». La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea
entera.
SEÑOR, nadie te pidió nada, pero tus ojos y tu corazón siempre
están pendientes de las necesidades delos demás. ¿Cómo ibas a mirar para otra
parte y pasar de largo viendo el cortejo fúnebre y aquella madre vuida hecha un
mar de lágrimas, siendo tú la fuente de la vida? ¿Cómo vas a hacer caso omiso
de mi debilidad, que me lleva a la muerte del pecado, cuando sabes que quiero
ser tu amigo y busco con mis pobres fuerzas serte fiel? Creo en ti, pero para
mi vida espiritual necesito que me des la Vida, que aumentes mi fe.