El
hombre consciente y libre dirige su vida, ¿hacia dónde? Hacia donde le indique
su inteligencia animada por su corazón.
El
ser humano, rico en valores –que desarrolla hasta la virtud–, es capaz de
buscarlos, de encontrarlos, y es libre para adherirse a ellos o no. La castidad
es una de esas virtudes que vale por sí, que cuesta porque es preciada, y que
llena porque, con lo que exige, la recompensa es siempre mayor. Pero el casto
no nace, se hace, implica un proceso de educación. Cada forma de vida,
condición y vocación, precisa su educación en la castidad y, todas, dentro de
la misma sociedad, la nuestra.
Comencemos
con una ilustración muy sencilla, pero curiosa; la de la estupidez en la que
vivimos. Y es que, a pesar de que he visto a muchas personas criticando la
castidad, a veces furiosamente en contra, y otras, las menos, defendiéndola con
discursos débiles, nunca he visto a ninguno empezar preguntándose qué es la
castidad. Emiten una mueca burlona al escuchar su nombre, la denigran con
críticas negativas, la hacen añicos y exhiben los trozos como muestras, pero
nunca la miran a los ojos. Nadie se pregunta, aunque sólo sea por curiosidad
humana, qué es, o por qué es, o por qué la mayoría de la Humanidad cree que
debe ser lo que no es. Para no caer en la misma estupidez, empecemos
definiéndola.
Si
acudimos al diccionario de la Real Academia, la castidad se define como «la
virtud del que se abstiene de todo goce sexual, o se atiene a lo que se
considera como lícito». Pero si consideramos esta virtud desde su dimensión
plena y positiva, no como una negación de otra realidad, es necesario hacer
justicia y completarla. El Catecismo de la Iglesia católica responde así en el
número 2.339: «La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una
pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla
sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace
desgraciado».
Todos
estamos llamados a la castidad, a disfrutar del valor de la castidad. Todos,
sin discriminaciones. Por eso se puede hablar de castidad en la juventud,
castidad en el matrimonio, castidad en la consagración, castidad en la
ancianidad, castidad en la viudedad. Y en todo caso ocurre lo mismo: la persona
que va más allá de los valores útiles o vitales y llega a los espirituales, en
este caso, al vivir la castidad, conoce en sus propias carnes lo que significa
el amor pleno. Ahí radica el valor de esta virtud, en que sirve de lupa de
aumento ampliando las potencias humanas hasta realizar plenamente a la persona.
Virtud que vale y cuesta
A
todo ser humano le atrae la idea de ser él mismo, de controlar la situación, de
llevar las riendas. Quizá ésta sensación sea mayor si lo que gobierna es lo más
preciado, lo más suyo. En la persona lo más valioso es su corazón, su capacidad
de amar. La castidad es precisamente esa virtud de gobierno, control, dominio,
esa gimnasia del corazón que mantiene en forma la dimensión sexual de la
persona y su posibilidad de mayor amor.
Los
malos ojos con los que se ha mirado con frecuencia esta virtud responden al ser
perezoso que llevamos dentro, a la ley del mínimo esfuerzo. No es fácil amar, a
pesar de la falsa apariencia que, en películas, series, novelas y foros
diversos, se le ha dado a esta cualidad humana, reduciéndola, en la mayoría de
los casos, al aspecto genital. Una falsedad repetida y repetida, no se
convierte en verdad, pero se manifiesta como algo normal, al menos normalmente
aceptado, que, con la insistente repetición, pasa de normal a normativo: «Si no
haces el amor con él/ella, es que no le quieres de verdad». Confusión,
complejos y pobreza personal se dan al sesgar esta capacidad de la persona.
Sólo los que piensan por sí mismos, y no les piensan, los que viven libres sin
el lastre del qué dirán, o peor, qué pienso que pensarán, son capaces de dar el
salto a lo auténtico, aunque, como he dicho más arriba, no sea fácil, aunque
suponga exigencia, porque vale la pena, como sintetizó el filósofo francés
Maurice Blondel: «El amor es lo que de verdad hace que seamos».
El
escritor y periodista inglés con más sentido común, inteligencia y elocuencia,
mezclado todo con una abundancia generosa de sentido del humor, Gilbert K.
Chesterton explica: «En todas las épocas y pueblos, el control normal y real de
la natalidad se llama control de uno mismo». Esto mismo se puede referir a la
castidad, control de uno mismo desde la raíz. Pero eso cuesta, y pocos, muy
pocos, serán capaces de proclamar y defender esta práctica, porque no es fácil,
supone un esfuerzo como todo lo que vale.
La
Iglesia predica y defiende la castidad. La sexualidad humana no es ni una
evasión, ni un objeto de consumo; es cauce maravilloso para expresar un amor
verdadero. La castidad no es la represión de la sexualidad, sino la fuerza
virtuosa que le da sentido humano. Lo cual, como todo lo que vale, tiene un
precio. La Iglesia es una de esos pocos que se atreven a mostrar el beneficio
de la castidad. Y precisamente cuando alguno de sus miembros falla en esto, es
la sociedad misma, que para sí desprecia esta virtud, la que se apresura a
recordárselo, a exigírselo, quizá porque en el fondo no se desprecie la
castidad, sino el esfuerzo que se precisa para vivirla.
Pastoral familiar