martes, 3 de septiembre de 2013

LA CASTIDAD: EL LENGUAJE DEL AMOR

El hombre consciente y libre dirige su vida, ¿hacia dónde? Hacia donde le indique su inteligencia animada por su corazón.
El ser humano, rico en valores –que desarrolla hasta la virtud–, es capaz de buscarlos, de encontrarlos, y es libre para adherirse a ellos o no. La castidad es una de esas virtudes que vale por sí, que cuesta porque es preciada, y que llena porque, con lo que exige, la recompensa es siempre mayor. Pero el casto no nace, se hace, implica un proceso de educación. Cada forma de vida, condición y vocación, precisa su educación en la castidad y, todas, dentro de la misma sociedad, la nuestra.
Comencemos con una ilustración muy sencilla, pero curiosa; la de la estupidez en la que vivimos. Y es que, a pesar de que he visto a muchas personas criticando la castidad, a veces furiosamente en contra, y otras, las menos, defendiéndola con discursos débiles, nunca he visto a ninguno empezar preguntándose qué es la castidad. Emiten una mueca burlona al escuchar su nombre, la denigran con críticas negativas, la hacen añicos y exhiben los trozos como muestras, pero nunca la miran a los ojos. Nadie se pregunta, aunque sólo sea por curiosidad humana, qué es, o por qué es, o por qué la mayoría de la Humanidad cree que debe ser lo que no es. Para no caer en la misma estupidez, empecemos definiéndola.
Si acudimos al diccionario de la Real Academia, la castidad se define como «la virtud del que se abstiene de todo goce sexual, o se atiene a lo que se considera como lícito». Pero si consideramos esta virtud desde su dimensión plena y positiva, no como una negación de otra realidad, es necesario hacer justicia y completarla. El Catecismo de la Iglesia católica responde así en el número 2.339: «La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado».
Todos estamos llamados a la castidad, a disfrutar del valor de la castidad. Todos, sin discriminaciones. Por eso se puede hablar de castidad en la juventud, castidad en el matrimonio, castidad en la consagración, castidad en la ancianidad, castidad en la viudedad. Y en todo caso ocurre lo mismo: la persona que va más allá de los valores útiles o vitales y llega a los espirituales, en este caso, al vivir la castidad, conoce en sus propias carnes lo que significa el amor pleno. Ahí radica el valor de esta virtud, en que sirve de lupa de aumento ampliando las potencias humanas hasta realizar plenamente a la persona.
Virtud que vale y cuesta
A todo ser humano le atrae la idea de ser él mismo, de controlar la situación, de llevar las riendas. Quizá ésta sensación sea mayor si lo que gobierna es lo más preciado, lo más suyo. En la persona lo más valioso es su corazón, su capacidad de amar. La castidad es precisamente esa virtud de gobierno, control, dominio, esa gimnasia del corazón que mantiene en forma la dimensión sexual de la persona y su posibilidad de mayor amor.
Los malos ojos con los que se ha mirado con frecuencia esta virtud responden al ser perezoso que llevamos dentro, a la ley del mínimo esfuerzo. No es fácil amar, a pesar de la falsa apariencia que, en películas, series, novelas y foros diversos, se le ha dado a esta cualidad humana, reduciéndola, en la mayoría de los casos, al aspecto genital. Una falsedad repetida y repetida, no se convierte en verdad, pero se manifiesta como algo normal, al menos normalmente aceptado, que, con la insistente repetición, pasa de normal a normativo: «Si no haces el amor con él/ella, es que no le quieres de verdad». Confusión, complejos y pobreza personal se dan al sesgar esta capacidad de la persona. Sólo los que piensan por sí mismos, y no les piensan, los que viven libres sin el lastre del qué dirán, o peor, qué pienso que pensarán, son capaces de dar el salto a lo auténtico, aunque, como he dicho más arriba, no sea fácil, aunque suponga exigencia, porque vale la pena, como sintetizó el filósofo francés Maurice Blondel: «El amor es lo que de verdad hace que seamos».
El escritor y periodista inglés con más sentido común, inteligencia y elocuencia, mezclado todo con una abundancia generosa de sentido del humor, Gilbert K. Chesterton explica: «En todas las épocas y pueblos, el control normal y real de la natalidad se llama control de uno mismo». Esto mismo se puede referir a la castidad, control de uno mismo desde la raíz. Pero eso cuesta, y pocos, muy pocos, serán capaces de proclamar y defender esta práctica, porque no es fácil, supone un esfuerzo como todo lo que vale.
La Iglesia predica y defiende la castidad. La sexualidad humana no es ni una evasión, ni un objeto de consumo; es cauce maravilloso para expresar un amor verdadero. La castidad no es la represión de la sexualidad, sino la fuerza virtuosa que le da sentido humano. Lo cual, como todo lo que vale, tiene un precio. La Iglesia es una de esos pocos que se atreven a mostrar el beneficio de la castidad. Y precisamente cuando alguno de sus miembros falla en esto, es la sociedad misma, que para sí desprecia esta virtud, la que se apresura a recordárselo, a exigírselo, quizá porque en el fondo no se desprecie la castidad, sino el esfuerzo que se precisa para vivirla.
Pastoral familiar