«Que nunca busque yo, que nunca
encuentre cosa alguna fuera de ti; que las criaturas no sean nada para mí; que
yo no sea nada para ellas, y que tú, Jesús, lo seas todo... que nunca sea una
carga para los demás, y que nadie se ocupe de mí; que me vea pisada y olvidada,
como un granito de arena tuyo, Jesús... Que se cumpla en mí perfectamente tu
voluntad... Mi tarea es no ocuparme de mí misma».
Todos los Pontífices del siglo XX han tenido palabras elogiosas para Santa
Teresa del Niño Jesús, pero quizá nadie haya tenido las oportunidades de Pío
XI. Él la calificó como “estrella de su Pontificado” y como “huracán de
gloria”. Él fue quien la elevó a los altares y la proclamó Patrona de todas las
misiones. Gustaba llamarla “verdadera flor de amor, venida del cielo a la
tierra, para maravillar al cielo y a la tierra”. Al hacerlo, matiza y da
razones: El Evangelio nos dice, y Teresa nos lo recuerda reiteradamente, que
“hay una cosa que ante Dios es más preciosa que las dotes de prudencia y
organización, tan eficaces en nuestro apostolado cristiano; hay algo más
precioso, que es la humildad, la dulce y sincera humildad de corazón”, que
normalmente se manifiesta en la entera fidelidad a los deberes de estado, sean
los que sean; “florecer allí donde Dios nos ha plantado y donde quiere que
trabajemos, aceptando los sacrificios, hasta el total abandono, confiando sólo
en su protección”. Tal es la lección que Teresita ofrece hoy al mundo moderno;
por eso, Pío XI llega a llamarla “Palabra de Dios” (Verbum Dei) para el mundo.
No podía ser más explícito al valorar la persona, vida, doctrina e influencia
de esta humilde Sierva de Dios.