Miradla, amadla, imitadla. Es
una patética figura de silencio. De silencio sonoro y transfigurado. Vestido de
adoración. Nunca el silencio fue tan elocuente. Nunca el silencio significó
tanto como en aquella noche, como en esta noche. Es silencio de amor. Es
abandono, despojo, disponibilidad, entrega hasta el extremo. Es fortaleza en la
debilidad mayor. Es fidelidad. Es plenitud. Es fecundidad: nunca fue María tan
madre como entonces. Es elegancia. Es serenidad dolorida. Es paz, es amor.En soledad
sonora, dolorosa y plena, nunca una criatura vivió un momento con tanta
intensidad existencial como María en aquella tarde de dolores sin fin en el
Calvario. Allí mantuvo el “fiat” de la Anunciación, en tono sostenido y agudo.
Aunque se le hiciera un nudo la garganta. Aunque su corazón se secara. Aunque
fuera un mar de lágrimas su rostro claro, límpido y sereno. Porque allí, en el
Calvario, María volvió a decir “sí”. El “fiat” se avala y se confirma con el
“stabat”. El “sí” es más “sí” estando, permaneciendo al pie de la cruz.Mirad la Virgen
que sola está, cantamos. Su Soledad es holocausto perfecto a imitación del de
su Hijo. Es oblación total. Es corredención. Mirad la Virgen que sola está… Y
en aquella soledad, en esta soledad, María adquiere una altura espiritual
vertiginosa y definitiva. Nunca fue su sí tan pobre ni tan rico, tan doloroso
ni tan fecundo. Nunca tan sola y tan acompañada. Es la Soledad. Es la Piedad.
Es la Esperanza. Parecía una pálida sombra. Pero al mismo tiempo ofrecía la
estampa más genuina de la Reina. En aquella noche, en esta noche, levantó su
altar en la cumbre más alta de la historia y del mundo. Y el dolor y la paz,
envueltos en silencio, se fundieron, aleteando ya para siempre la certeza y la
esperanza que es y significa una existencia solo para Dios y a favor de los
demás. Jesús de las Heras Muela