viernes, 7 de abril de 2017

LA SOLEDAD DE LA VIRGEN


Miradla, amadla, imitadla. Es una patética figura de silencio. De silencio sonoro y transfigurado. Vestido de adoración. Nunca el silencio fue tan elocuente. Nunca el silencio significó tanto como en aquella noche, como en esta noche. Es silencio de amor. Es abandono, despojo, disponibilidad, entrega hasta el extremo. Es fortaleza en la debilidad mayor. Es fidelidad. Es plenitud. Es fecundidad: nunca fue María tan madre como entonces. Es elegancia. Es serenidad dolorida. Es paz, es amor.En soledad sonora, dolorosa y plena, nunca una criatura vivió un momento con tanta intensidad existencial como María en aquella tarde de dolores sin fin en el Calvario. Allí mantuvo el “fiat” de la Anunciación, en tono sostenido y agudo. Aunque se le hiciera un nudo la garganta. Aunque su corazón se secara. Aunque fuera un mar de lágrimas su rostro claro, límpido y sereno. Porque allí, en el Calvario, María volvió a decir “sí”. El “fiat” se avala y se confirma con el “stabat”. El “sí” es más “sí” estando, permaneciendo al pie de la cruz.Mirad la Virgen que sola está, cantamos. Su Soledad es holocausto perfecto a imitación del de su Hijo. Es oblación total. Es corredención. Mirad la Virgen que sola está… Y en aquella soledad, en esta soledad, María adquiere una altura espiritual vertiginosa y definitiva. Nunca fue su sí tan pobre ni tan rico, tan doloroso ni tan fecundo. Nunca tan sola y tan acompañada. Es la Soledad. Es la Piedad. Es la Esperanza. Parecía una pálida sombra. Pero al mismo tiempo ofrecía la estampa más genuina de la Reina. En aquella noche, en esta noche, levantó su altar en la cumbre más alta de la historia y del mundo. Y el dolor y la paz, envueltos en silencio, se fundieron, aleteando ya para siempre la certeza y la esperanza que es y significa una existencia solo para Dios y a favor de los demás.                                                                                                   Jesús de las Heras Muela