Queridos cofrades y diocesanos todos:
Cada Miércoles de Ceniza inauguramos el santo ejercicio de
la Cuaresma. En nuestro mundo secularizado no encuentra la Cuaresma la atención
suficiente de quienes nos profesamos cristianos y discípulos de Jesús. Conviene
recordar que es Jesús mismo el que nos advierte: «Entrad por la puerta
estrecha; porque ancha es la senda que lleva a la perdición, y son muchos los
que entran por ella; mas ¡qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que
lleva a la Vida!, y pocos son los que la encuentran» (Mt 7,13-14).
¿Conocemos todo lo que es la Cuaresma? Es un tiempo
bautismal, es decir, de preparación para recibir el bautismo, como es el caso
de los convertidos a Cristo, que quieren ingresar en la Iglesia, a los que
llamamos catecúmenos, refiriéndonos en particular a los adultos. Es también un
tiempo penitencial para que los ya bautizados volvamos a las promesas
bautismales: a la conversión de vida que lleva consigo el bautismo. Promesas
que no hicimos los que fuimos bautizados poco después de haber nacido, porque
las hicieron por nosotros nuestros padres y padrinos, pero progresivamente
hicimos nuestras con la fe recibida. Esto sucedió en la misma media que la
gracia del bautismo fue haciendo de nosotros cristianos adultos.
La Cuaresma es, sobre todo, un tiempo de preparación para
celebrar el misterio pascual de Cristo: el misterio de su muerte y
resurrección, en el cual fuimos introducidos por el bautismo, que nos configuró
con la muerte y resurrección de Jesucristo. Dice san Pablo: «Nuestro hombre
viejo fue crucificado con él» (Rm 6,6); y con él hemos resucitado para ser
«revestidos del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de
la verdad» (Ef 4,24), cuya imagen tenemos en el mismo Señor Jesús.
Detengámonos en estas dimensiones del tiempo cuaresmal. 1º.
Hemos dicho que la Cuaresma es un tiempo bautismal. En nuestra sociedad, más
plural que la sociedad confesional de cristiandad, hemos vuelto a ser testigos
de bautismos de adultos que renuevan la práctica ordinaria de la Iglesia
antigua, cuando sólo mediante el largo catecumenado, que la Iglesia tiene
prácticamente establecido ya en el siglo IV, se ingresaba en la Iglesia;
aunque, ciertamente, la comunidad cristiana comenzó dos siglos antes a preparar
la celebración de la Pascua. La conversión se da cuando el hombre reconoce que
la lejanía de Dios y de su amor le destruye y le deja sin fundamento. A la
desorientación de una situación de vida en la que el hombre vive sin Dios y sin
Cristo sigue, con la conversión, la preparación para recibir el bautismo: el
recorrido del catecumenado, que le lleva al conocimiento y configuración con
Cristo y a la integración en la Iglesia, cuerpo místico del Señor.
2º. Hemos dicho
también que la Cuaresma es para los bautizados un tiempo ascético: de
penitencia y búsqueda de la purificación que sólo nos llega por la gracia del
sacramento del perdón, que nos lleva a la confesión de nuestros pecados, con
sincero deseo de cambio en nuestra vida, de acercamiento a Dios, del que nos
alejamos por el pecado, pero que quiere la conversión del pecador y sale a su
encuentro con inagotable misericordia. La Cuaresma nos coloca en combate contra
el pecado y el mal, que genera y disturba la convivencia humana y es resultado
de la desobediencia de los mandamientos de Dios y el alejamiento de su amor.
San Pablo de las armas del cristiano: «Despojémonos, pues, de las obras de las
tinieblas y revistamos las armas de la luz» (Rm 13,12; cf. Ef 6,13)); y los
Padres de la Iglesia antigua como san Cipriano de Cartago compararon la lucha del
cristiano contra el pecado como una milicia. Un combate que se tiene que ayudar
con los otros elementos que caracterizan el camino penitencial de la Cuaresma:
a) con la oración, súplica humilde de perdón y súplica de «la gracia de un
auxilio en tiempo oportuno» (Hb 4,16); b) con la limosna, acompañada de obras
de caridad y misioneras[1] como acción penitencial y de compensación a favor de
nuestro prójimo por el mal realizado, que tiene como consecuencia la
perturbación social; y c) con el ayuno y la abstención de la comida para sólo
vivir de la palabra de Dios y ser solidarios con los que sufren el hambre y la
miseria.
3º. Sobre el valor del ayuno y la abstinencia hay opiniones
encontradas y bien diversas. La Iglesia no cree que sean prácticas anticuadas, muy
por el contrario, en ellas se expresa el sentido teológico de la penitencia
cuaresmal: vivir de Dios, de su Palabra de vida. La Iglesia prohíbe comer carne
todos los viernes del año y, según los países y la cultura, abstenerse de otros
manjares preciados; y aunque esta abstinencia puede prolongarse más en
Cuaresma, aunque es obligado el ayuno y la abstinencia el Miércoles de Ceniza y
el Viernes Santo. Una reducción casi simbólica de la abstinencia de carne y del
ayuno que contemplaban las leyes penitenciales de la antigüedad cristiana y del
pasado hasta la reforma del II Concilio del Vaticano. El ayuno según la ley de
la Iglesia consiste en hacer una sola comida al día y prescindir de la carne y
de otros manjares preciados[2]. El ayuno y la abstinencia en los tiempos
establecidos por la Iglesia son objeto
del cuarto mandamiento de la Iglesia, que «asegura los tiempos de ascesis y de
penitencia que nos preparan a las fiestas litúrgicas y para adquirir el dominio
sobre nuestros institntos, y la libertad del corazón»[3]. Decía el papa san
Pablo VI, al reformar la normativa penitencial, que burlar la ley penitencial o
despreciarla es un grave pecado. La necesidad de la penitencia viene dictada
por el propio Jesús: «… y si no os arrepentís, todos igualmente pereceréis» (Lc
13,5).
4º. Finalmente, la Cuaresma está centrada en Cristo: de él
toma la práctica penitencial de la cuarentena, porque el Señor, después de
recibir el bautismo como preparación a su vida pública como enviado del Padre,
quiso ser tentado por el diablo, para darnos ejemplo, evocando los cuarenta
años que el pueblo de Israel estuvo en el desierto siendo víctima de las
tentaciones que llevaron a muchos a perecer y no entrar en la tierra
prometida[4].
La Cuaresma tiene como meta el triduo pascual de la pasión,
muerte y resurrección del Señor: la celebración gozosa de nuestra redención
culminada en la Pascua del Señor, meta de los catecúmenos y tiempo de
renovación de las promesas bautismales de los todos los fieles bautizados en
Cristo. Toda la liturgia pascual viene precedida por los ejercicios piadosos
del tiempo cuaresmal. Precedida por la búsqueda de la voluntad de Dios en la
lectura (lectio divina) y audición de la palabra de Dios: tiempo para la
instrucción en la fe (catequesis e instrucción moral o parénesis de
adultos)[5]; tiempo de intensa oración y meditación: discernimiento de cada
situación personal y comunitaria en retiros y ejercicios espirituales y
peregrinaciones penitenciales[6], siguiendo las heridas de Cristo por nosotros
mediante práctica del ejercicio del santo Viacrucis, el rezo de los misterios
dolorosos del santo Rosario y la práctica esmerada de la confesión sacramental.
En este contexto y a partir del llamado «viernes de
Dolores», en compañía de la Virgen maría, Madre del redentor, los desfiles
procesionales y la exposición al culto de las imágenes, que representan los
misterios de la pasión y muerte del Señor y de los dolores de la Virgen, se
convierten en ocasión de arrepentimiento y súplica del perdón, y en acción de gracias
por tanto amor como el Dios misericordioso ha mostrado al entregarnos al Hijo
para que mundo tenga vida.
¡Ojalá que no pase en balde este tiempo de gracias que
inauguramos con el rito penitencial de la ceniza!
Almería, a 6 de marzo de 2019
Miércoles de Ceniza
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica [CCE], n. 1438.
[2] Código de Derecho Canónico, cann. 1250-1251.
[3] CCE, n. 2043; cf. también nn.1434 y 1438.
[4] CCE, n.540.
[5] CCE, n. 1095.
[6] CCE, n. 1438.
[iv] CCE, n.540.
[v] CCE, n. 1095.
[vi] CCE, n. 1438.