Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y
Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez leprosos,
que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión
de nosotros». Al verlos, les dijo: «ld a presentaros a los sacerdotes». Y
sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo
que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los
pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús
tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve,
¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este
extranjero?». Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».
SEÑOR, al comprobar que solo uno de los diez leprosos curados volvió a darte las gracias, te dolió la actitud de los otros nueve. Yo quiero ser bien nacido, y por eso no pierdo ocasión de agradecerte lo muchísimo que de ti he recibido: todo lo bueno que tengo. Y veo que el mejor modo de agradecerte los dones que me has regalado es ponerlos al servicio de los demás y ser fiel a la confianza que has depositado en mí. Ante tu actuación en mi vida, siempre gratitud; ante tu palabra de salvación, siempre absoluta fe, que quiero proclamar, si no en lejanas tierras con los misioneros, sí en mi entorno.