LA CUARESMA, CAMINO PENITENCIAL HACIA EL GOZO DEL MISTERIO
PASCUAL
Queridos cofrades y diocesanos todos:
Comenzamos la Cuaresma, camino penitencial de conversión,
tiempo para convertir la vida a Dios y a Cristo, cuando el cristiano vive al
margen de Dios y de sus mandamientos, que dan vida al hombre y le abren el
cielo. Por eso el Papa Francisco ha elegido este año como lema y motivo de su
mensaje cuaresmal la llamada de san Pablo a la comunidad de los corintios, a
los que el apóstol exhorta a la conversión, valiéndose de la autoridad que ha
recibido de Cristo resucitado y le ha hecho apóstol: «En nombre de Cristo os
pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20).
Estas palabras de san Pablo tienen su propio contexto, que
viene dado por la mención que el Apóstol hace del temor de Dios, para orientar
la vida de todo cristiano al cumplimiento de la voluntad divina. En la
conversión a Dios se le ofrece al pecador la vida definitiva y duradera que es
herencia del reino eterno. No podemos vivir confiados en que Dios es
misericordioso, si la fe en la misericordia de Dios adormece la conciencia del
pecado y malversa el verdadero alcance de la misericordia divina. La
misericordia divina tiene una condición sin la cual no cabe esperar la
misericordia de Dios: la conversión y el aborrecimiento del pecado.
Dice el profeta Ezequiel que Dios no se complace en la
muerte del malvado, porque lo que Dios quiere es el arrepentimiento y la
conversión del pecador para que pueda vivir (cf. Ez 18,23); y es que al margen
de los mandamientos de Dios no hay vida, porque los mandamientos divinos son el
recinto de la vida y a su margen sólo hay muerte eterna. Por eso el salmista
invoca la protección de Dios suplicando ser socorrido con sus mandamientos:
«Escucha mi voz por tu misericordia, Señor;
con tus mandamientos dame vida (…)
Hace tiempo comprendí que tus preceptos
los fundaste para siempre» (Sal 119,149.152)
El temor de Dios es don del Espíritu Santo y, al igual que
la virtud de la prudencia, Dios lo concede a quienes le temen sin que el temor
elimine el amor al Dios que es padre misericordioso, lleno de ternura por sus
criaturas. No se trata del temor servil que engendra el miedo a la justicia de
Dios que descargará sobre el malvado. No, no es éste el temor de Dios que es
don del Espíritu. ¿Qué es entonces el temor de Dios? Reconocer que Dios es
justo al mismo tiempo que misericordioso y, aunque quiere la salvación del
pecador, Dios no salva al pecador contra su voluntad. Ni la misericordia
neutraliza la justicia de Dios, ni la justicia anula la misericordia. Sucede
que Dios no puede ejercer la misericordia con aquellos que la rechazan y se
exponen así a la condenación eterna. Lo dice el Papa Francisco del siguiente
modo: «La misericordia no es contraria a la justicia, sino que expresa el
comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad
de examinarse, convertirse y creer»[1].
El temor de Dios nos ayuda a reconocernos pecadores y a
rechazar el pecado, al aborrecimiento del pecado; nos auxilia con su gracia
para que deseemos vivir en la presencia de Dios y, convertidos a su amor, vivir
para Dios amándole sobre todas las cosas. En palabras de Jesús mismo,
cumpliendo los mandamientos: «No todo el que me diga: “Señor, Señor, entrará en
el Reino de los cielos, sino que el haga la voluntad de mi Padre que está en
los cielos» (Mt 7,21)
Por esto prepararse para celebrar la Semana Santa es
transitar a buen paso por el camino penitencial de la Cuaresma para llegar a la
celebración gozosa del Misterio pascual que, como dice el Papa en su mensaje,
es el fundamento de la conversión. No podemos celebrar el Misterio pascual sin
recorrer el camino penitencial que nos lleva a la conversión del corazón, algo
que el Papa dice es urgente, porque sin conversión la celebración del Misterio
pascual no produce fruto alguno. El hombre ha de responder con la fe a la
llamada de Dios que le urge a entrar en diálogo con él, respondiendo al deseo
divino de hablar con el hombre, devolviendo la palabra a Dios, que ha puesto en
juego tanto amor por nosotros para rescatarnos del pecado y de la muerte
eterna. Dios quiere, como añade el Papa, dialogar con sus hijos, movido por una
apasionada voluntad de atraernos a su amor misericordioso. La manifestación de
Dios al hombre ha acontecido en el marco del diálogo de Dios que ha dado lugar
a la historia de la salvación, que tiene su culmen en Cristo. El Vaticano II lo
expresa de esta manera: «Así, pues, por esta revelación, el Dios invisible,
movido por su desbordante caridad, habla a los hombres como amigos y trata con
ellos, para invitarlos a la comunión consigo y recibirlos en ella»[2].
La Cuaresma nos invita a entrar en diálogo con Dios, porque
la oración es coloquio, que se produce en la relación de alianza que une a Dios
a quien toma parte en este coloquio. Hay, ciertamente, un instinto de fe que
lleva al hombre a buscar a Dios, pero es Dios quien primero llama al hombre
suscitando en él el instinto de la fe que le atrae a Dios. Sucede así que el
salterio, la colección de los 150 salmos recogidos en la Biblia, se convierte
en el libro de oración por excelencia, pues no llegaríamos a invocar a Dios, si
Dios mismo no nos introdujera en el diálogo con él que es la oración. Dios lo
hace mediante la acción en nosotros del Espíritu Santo que se nos ha dado como
prenda de la vida futura, para acostumbrarnos a vivir con Dios para siempre.
Los salmos se convierten así en la oración viva de la Iglesia y, en ella y por
su medio, el cristiano se hace interlocutor de Dios[3]. La oración se
convierte, como dice santa Teresa de Jesús, en un «tratar de amistad, estando
muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»[4].
Se trata en la oración de un diálogo con Dios que tiene que
ser sostenido por el Espíritu Santo. La Cuaresma es tiempo propicio para la
lectura y meditación de la Palabra de Dios, porque la oración no es sólo al
recitado de las oraciones, que tan beneficiosas son para el que cree y tanto
ayudan a pacificar nuestras inquietudes y ansiedades. Siendo como es la oración
vocal “elemento indispensable de la vida cristiana”[5], el recitado de la
oración personal y comunitaria necesita, sin embargo, ser vivido con los
sentidos y sostenido por el alma de cada orante y de la comunidad que ora,
porque somos ambas cosas cuerpo y espíritu. Se hace necesario «rezar con todo
nuestro ser para dar a nuestra súplica todo el poder posible»[6]; y aun así, la
oración vocal tiene que convertirse ella misma en oración contemplativa. Dada
nuestra debilidad, la oración vocal corre el peligro de quedarse en la
recitación exterior, ya que incluso, cuando suplicamos o intercedemos por
nosotros mismos y por los demás, no sabemos siquiera pedir a Dios aquello que
nos conviene y así recibirlo de él. Por esto mismo, san Pablo nos recuerda que
«el Espíritu viene en nuestra ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no
sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos inefables» (Rm 8,26).
El Espíritu que procede del Padre viene a nosotros por medio
de Cristo como fruto del Misterio pascual, pues hemos sido redimidos por la
muerte y resurrección de Cristo. El Espíritu Santo es el gran don de la Pascua,
para enseñarnos a obedecer a Dios y no hacer nuestra voluntad, sino la voluntad
del Padre y vivir de la vida de Dios. Al amarnos tanto como para darnos a su
propio Hijo (cf. Jn 3,16), Dios nos enseña a compartir lo que somos y tenemos dándonos nosotros
mismos a los demás. Jesús muerto y resucitado es el contenido del Misterio
pascual que cada semana Santa celebramos. Por medio del Misterio pascual Dios
nos introduce en la vida de amor que es la vida de la Trinidad, para que
aprendamos a abrir nuestra propia vida al prójimo y, por medio de la limosna
que lleva a compartir nuestros bienes con los necesitados, vivamos en la
caridad de Dios.
La Cuaresma nos prepara a vivir el Misterio pascual, para
que nuestra vida sea toda ella vivida en el amor de Dios, que abre nuestro
corazón pecador a la caridad que lo transforma. Como anunciaron los profetas
que sucedería, Dios convierte el corazón rebelde del pecador metiendo en él el
celo por los mandamientos (cf. Jer 31,33), convirtiendo el corazón de piedra en
corazón de carne (cf. Ez 36,26). El mandamiento nuevo de Jesús es, por esto
mismo, el mandamiento del amor incondicional a Dios que se prolonga en el amor
al prójimo: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he
amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn
15,12-13).
El amor se manifiesta en la caridad para con el prójimo, y
la limosna que es expresión del amor y tiene una traducción de urgente
actualidad: fraterna solidaridad con los necesitados y compromiso social con el
bien común. Las obras de misericordia expresan el compromiso espiritual y
material por aliviar las necesidades del prójimo. Este compromiso ha de
acompañar el camino penitencial de la Cuaresma, para que las manifestaciones de
fe de la Semana Santa tengan la autenticidad cristiana que ha de distinguir a
todos los bautizados. De manera propia, por su entrega al culto divino y a la
caridad, a los cofrades de las hermandades de penitencia que desfilarán durante
la Semana Santa acompañando la representación plástica de los misterios de la
pasión de Cristo y de su Santísima Madre. De este modo responderán a la
sinceridad religiosa que se acredita en el amor que sostiene la asistencia a
los necesitados. Los miembros de las hermandades y cofradías penitenciales se
acreditarán ante el pueblo de Dios por su caridad igual que por el celo de la
piedad popular, dando así testimonio de la fe del pueblo cristiano en el
Misterio pascual de Cristo. Con todo afecto y bendición.
Almería, a 1 de marzo de 2010
Domingo I de Cuaresma
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] Francisco, Bula de convocación del Jubileo
extraordinario de la misericordia Misericordiae vultus (11 abril 2015), n. 21.
[2] Vaticano II, Constitución dogmática sobre la divina
revelación Dei Verbum, n. 4.
[3] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2586-2587.
[4] Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 8.5.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2701.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2702
Fuente: Web Diócesis de Almería