Estuve enfermo y me visitaste,
me
llamaste por mi nombre,
y venías cada mañana sonriente a decirme:
buenos días.
Fui para ti alguien, y no algo,
aceptaste con paciencia mis impaciencias,
y siempre que venías a verme me dabas
paz.
Yo me encontraba con miedo, asustado;
tú me acogiste con serenidad y con
cariño,
y diste la vuelta a mi almohada
para que me sintiera mejor.
Me trataste con competencia
y me diste lo que más necesitaba:
cariño, comprensión, escucha y amor.
Y con todo ello me diste a Dios.