1ª
PARTE: “Convertíos a Dios de todo corazón”
El Señor nos ha querido
hacer partícipes de su vida de amor, a la perfección en el amor y a esto se
opone el pecado. Todos somos pecadores. Vivimos en una sociedad en la que se ha
apartado a Dios y en la que se ha perdido la conciencia de pecado.
El pecado supone preferir
nuestra comodidad, nuestra pereza, nuestra vanidad a Dios, de quien todo lo hemos
recibido. Cualquier pecado es una ofensa a Dios. El mal está dentro de
nosotros. Sabemos que somos débiles, pero tenemos que confiar siempre en la
Gracia de Dios.
Dios se ha hecho hombre
para redimirnos del pecado. Para superar el pecado tenemos que llenarnos de
Dios. Tenemos que hacer examen de conciencia cada día y ver qué nos separa del
amor de Dios.
¿Qué es convertirse? Convertirse
es estar siempre orientado a Dios, centrados en Él. Convertirse es volver al
Señor. Es dejarse transformar por el Espíritu Santo, que es el motor de la
Iglesia, pero también convertirse requiere nuestra cooperación con la gracia.
La conversión puede
formularse también como un encuentro con Cristo, como le ocurrió a Zaqueo y la
conversión nos tiene que llevar a abandonar los ídolos (1Ts 1,9). En la noche
de la Vigilia Pascual hay un momento en el que renovamos las promesas
bautismales; la tercera fórmula presenta un buen recorrido de ídolos a los que
podemos renunciar: el pecado, el mal, el error, la violencia, el egoísmo; las
envidias, los odios, la pereza e indiferencia, las tristezas y desconfianzas,
las injusticias, las sensualidades, las faltas de fe, de esperanza, de caridad;
el creerse los mejores, superiores a los demás, el creerse ya convertido del
todo, el quedarse en las cosas y no ir a Dios.
Jesús propone una serie
de actitudes propias del cristiano convertido: la desinstalación frente a las
falsas seguridades, la sinceridad frente a la hipocresía, la humildad frente a
la soberbia, la bondad del corazón frente los meros cumplimientos, el perdón
frente a la dureza y la venganza, la fe frente a la incredulidad, la confianza
en la providencia, el amor frente al egoísmo,…
Podemos señalar una serie
de caminos que nos ayuden en la conversión:
- La oración: que es hablar con Dios. Si la oración que hacemos es sincera y habitual nos irá señalando cuál es la voluntad de Dios en la vida de cada uno.
- La lectura de la Palabra de Dios: el contacto con la Palabra va depositando en nosotros los criterios, las actitudes, los estilos del Señor.
- La participación en los sacramentos: sobre todo el sacramento de la Reconciliación puesto que cuanto más cuidemos las confesiones más cuidadas serán nuestras conversiones y el sacramento de la Eucaristía.
- La intercesión de los hermanos: el pedir los unos por los otros.
- El acompañamiento y la dirección espiritual, para no instalarnos en una cómoda mediocridad.
2ª PARTE: La oración
Afirmaba
el santo Cura de Ars: “El hombre tiene un hermoso deber: orar y amar. Si
oráis y amáis, habréis hallado la felicidad de este mundo”.
Santa
Teresa de Jesús definía la oración como: "No es otra cosa oración
mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien
sabemos nos ama".
En
el Antiguo Testamento, recordemos por ejemplo a Moisés como “hablaba con
Dios cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33, 11). Pero sólo
Cristo llevó a su cumplimiento la verdadera oración del hombre. En nuestra vida
diaria, tenemos tantas cosas que hacer que no dejamos tiempo para la oración.
Se nos olvida que la oración es el fundamento de la vida cristiana. Sin oración
no hay santidad ni vida verdadera. Lo importante es estar con el Señor, Él es
el protagonista, Él es el que nos va transformando.
La
oración es un trato de amistad con Dios, es contarle nuestras cosas, nuestras
alegrías, nuestras preocupaciones, nuestras acciones de gracias, nuestras
acciones de perdón, nuestras cosas más pequeñas. Toda nuestra vida tiene que
pasar por la oración y por el Sagrario.
La
oración es un diálogo con Dios, es amar y agradar a Dios, es contarle a Dios
todas las cosas. La oración es todopoderosa, nos hace eficaces, nos hace
felices, nos da la fuerza a toda nuestra vida. El sendero que conduce a la santidad
es sendero de oración. Para seguir a Cristo hemos de ser almas de oración. La
oración es omnipotente y si prescindimos de ella no lograremos nada. Tenemos
que orar de forma perseverante y no desfallecer. El secreto de la perseverancia
es el amor.
Para
hacer oración no hay método establecido. Si amamos de verdad sabremos cómo
hacerlo. Según el Catecismo de la Iglesia, “la tradición cristiana ha
conservado tres modos principales de expresar y vivir la oración: la oración
vocal, la meditación y la oración contemplativa. Su rasgo común es el
recogimiento del corazón” (Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio,
568).
Cuántas
veces pensamos que no sabemos rezar; pues repitamos lo que le decían a Jesús: “¡Señor,
enséñanos a orar!”.
Una
de las formas de saber si se está haciendo bien la oración es por los frutos: “por
sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16). Si una persona que hace oración pero
no mejora su vida, algo falla.
Señalemos
por último dos condiciones en la oración:
1)
La perseverancia y ¿cuál es el
secreto de la perseverancia? El amor.
2)
La segunda condición es la humildad.
Por imperfecta que resulte la oración, si ésta se alza perseverante y humilde,
Dios la escucha siempre. Decía san Agustín: “El hombre es un mendigo de
Dios”. La oración siempre es fecunda si se hace con humildad.
Tenemos
que procurar orar delante del Sagrario. Jesús se ha quedado en el Sagrario para
ayudarnos, para consolarnos, para fortalecernos. Hablemos íntimamente con Él.
La
Virgen es Maestra de Oración. Pidámosle a Ella avanzar en este camino de la
oración para así avanzar en el camino de la santidad.